viernes, 6 de mayo de 2011

La tercera palabra

Pablo aparece mordiendo una manzana, se respalda contra el árbol y la mira largamente en silencio. La llama con un silbidito, sin resultado. Repite el juego. Entonces se mete dos dedos en la boca y lanza un silbido estridente de pastor. MARGA se levanta de un salto, sobresaltada.
MARGA y PABLO
MARGA. - Disculpe... Estaba tan entretenida leyendo...
PABLO. - Mientes. Me sentiste llegar perfectamente, y además, estabas mirando con el rabillo del ojo. Conmigo, juego limpio, y si no... (Castañetea los dedos.)
MARGA. - Tiene usted razón. La verdades que no sabía cómo empezar. ¿Era grave lo del cachorro?
PABLO. - Al cachorro no lo has visto en tu vida ni te importa un cuerno. ¿Por qué preguntas eso?
MARGA. - Porque sé que le interesa a usted. ¿Era grave?
PABLO. - Nada; le he frotado bien la herida con sal y vinagre, y ya está como nuevo.
MARGA. - Pero le habrá dolido mucho.
PABLO. - Naturalmente. Y a mí también.
MARGA. - Sin embargo, no le he oído quejarse. PABLO. –
¿Para qué? Los animales mueren o se curan, pero no se quejan. Vete aprendiendo eso. (Muerde su manzana y. luego se la tiende.) ¿Quieres?
MARGA. - No, gracias. Después, a la hora de comer.
PABLO. - La hora de comer es cuando se tiene hambre. ¿Tú no tienes hambre?
MARGA. - Pocas veces.
PABLO. - Así estás tú, que no tienes más que ojos. Va a haber que cuidarte a ti también, aunque te duela. (Se sienta a su lado en el suelo, mirándola burlón, mientras se quita las espuelas.) Bueno, bueno, bueno. De manera que muy calladita, muy modosita, y así como el que no quiere la cosa, maestrita, ¿eh?
MARGA. - Es mi profesión. ¿Le parece mal?
PABLO. - Será mejor poner las cosas claras desde el principio. A los maestros les gusta demasiado mandar, y aquí eso no marcha. Aquí el que manda soy yo.
MARGA. - Podríamos llegar a un acuerdo.
PABLO. - ¿Cuál?
MARGA. - No mandar ninguno de los dos. Podríamos ser dos buenos amigos.
PABLO. - Mal negocio. Los amigos tienen que ser iguales y mirarse de frente. Tú bajas los ojos cuando yo te miro, y además eres mujer.
MARGA. - ¿Es algo malo ser mujer?
PABLO. - Mi padre decía que sí. Y él sabía siempre lo que decía.
Marga. - También yo podría decir lo mismo de los hombres, pero no seríamos justos ninguno de los dos. ¿No se siente usted demasiado solo?
PABLO. - Por lo pronto, no vuelvas a tratarme de usted. Yo he sido siempre "tú"- ¿lo oyes? "Tú"- Cuando oigo decir "us­ted" me parece que están hablando con otro-
MARGA. - Como tú quieras.
PABLO. - Así suena mejor (Le da una palmada amistosa en la rodilla mientras se levanta.)
MARGA. - ¿No crees que con un poco de voluntad podríamos llegar a ser buenos amigos?
PABLO. - No me fío. También los otros maestros empezaban lo mismo; mucha sonrisita, mucho pasarte la mano por el lomo, y en cuanto te descuidas, izas!, la gramática. ¡Vas a contarme a mí!
MARGA. - Yo no pretendo enseñarte nada que no quieras aprender. Sólo trato de acompañarte.
PABLO. - La soledad no es mala; y ya estoy acostumbrado. MARGA. - Antes era distinto; tenías a tu padre.
PABLO. - Eso sí; con él no hacía falta más. Ahora los días empiezan a hacerse demasiado largos-
MARGA. - Y antes, de pequeño, ¿no has tenido ningún com­pañero?
Pablo. - Una compañera. Rosina. Tenía ojos verdes, igual que tú.
MARGA. - ¿Una niña?
PABLO. - Una corza. Vivía todo el año con nosotros, mansa como una cabrita, hasta que llegaba la primavera.
MARGA. - ¿Y en primavera no?
PABLO. - ¿No sabes lo que pasa allá arriba en primavera? MARGA. - No he estado nunca en la montaña.
PABLO. - Los animales se llenan de fiebre oliendo el aire caliente, y se les pone una mirada tan humana que en esa época está prohibido matarlos. Entonces Rosina saltaba la cerca y corría hacia el bosque, sin volver la cabeza.
MARGA. - Comprendo.
PABLO. - ¡Qué vas a comprender tú, infeliz, si no has visto nada en tu vida! (Soñador.) ¡Eran hermosas aquellas noches de luna oyendo bramar a los machos como una queja, o peleándose a muerte en los peñascos! Después, cuando Rosina volvía, nunca volvía sola. Venía mansita otra vez, y se recostaba junto al fuego lamiendo a su cría, con los ojos fijos, como recordando. (Ligera pausa-) ¿Cuántos hijos tienes tú?
MARGA (sorprendida de pronto). -- ¿Yo? Ninguno. PABLO. - ¡Qué raro! ¿Y por qué?
MARGA- - Las mujeres tenemos que saber esperar-
PABLO. - Sin embargo, ya eres bastante grande. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
MARGA. - En la Universidad, estudiando-
PABLO. - ¿En primavera también?
MARGA- - ¡Para nosotras la primavera no es una razón! Si yo lo creyera así, todos dirían que era una mala mujer-
PABLO. - Es curioso. Rosina lo hacía todos los años, y nunca se nos ocurrió pensar que era una mala corza.
MARGA (sonríe)- - Ya lo irás entendiendo. Hasta ahora hemos vivido en dos mundos completamente distintos. Eso es todo-
PABLO. - Y te han traído aquí para arrancarme del mío, ¿verdad? ¿Crees que puedes enseñarme algo que valga la mitad de lo que he visto yo?
MARGA. - ¿Quién sabe? También en los libros pueden caber muchas cosas hermosas.
PABLO (tomando uno de la mesa)- - ¿Aquí dentro? Me gustaría verlo. Este, por ejemplo, ¿qué es?
MARGA. - Alguna novela de tus tías.
PABLO (lo abre al azar). - A ver; lee en voz alta.
MARGA. - "La condesa lloraba amargamente en el ala izquierda del castillo ... ".
PABLO. - No me interesan las condesas lloronas ni el ala iz­quierda de los castillos. (Tira el libro y le entrega otro.) ¿Y éste?
MARGA. - Los bárbaros- Caída del Imperio romano de Occidente.
PABLO. - ¿Cuándo se ha caído eso?
MARGA. - Hace mil quinientos años.
PABLO. - ¿Y no han tenido tiempo de levantarlo otra vez? (Lo tira.) A paseo el Imperio romano de Occidente. Y van dos. ¿De qué trata este otro?
MARGA. - Son versos.
PABLO. - ¿Versos? ¿Y eso qué es?
MARGA. - No se puede explicar. ¿Quieres oír?
PABLO. - Dale. (Se sienta de un salto en la mesa con las piernas cruzadas.)
MARGA. - ¿No estarías más cómodo aquí abajo sentado en esa silla?
PABLO. - Si estuviera más cómodo ahí abajo ya lo habría hecho. ¿O crees que soy tonto? ¡Dale!
MARGA (lee en voz alta y clara). -
"¿Qué es esto?, dijo un niño mostrándome la yerba. ¿Y qué podía responderle yo?
Porque tampoco yo sé decir lo que es la yerba. Tal vez es la bandera del amor
tejida con un verde de esperanza;
quizá un regalo que alguien perfumó... o tal vez un pañuelo para todos
que ha dejado caer sobre la tierra Dios". (Pausa.) ¿Qué? ¿No dices nada?
PABLO. - Es extraño. No lo he entendido bien, pero he visto algo de repente, así como un relámpago... (Baja de la mesa.) ¿Dónde dice todo eso?
MARGA. - Ahí.
PABLO. - ¿Aquí? ¿Quién lo ha escrito?
MARGA. - Un gran poeta. Walt Whitman. ¿Te gusta?
PABLO. - No lo sé todavía. ¿Quieres repetirlo más despacio? (Se sienta a sus pies, apoyado, en sus rodillas, con una naturalidad que ella no puede rechazar pero que la desasosiega.)
MARGA. - ¿Necesitas estar tan cerca para oír?
PABLO. - ¿Te hago daño?
MARGA. - No. Pero... no quisiera hacértelo yo a
PABLO. - Por mí no te preocupes. Lee otra vez.
MARGA dice nuevamente el poema, esta vez sin mirar libro. PABLO repite como un eco algunos versos, casi sin voz. MARGA. - "¿Qué es esto?, dijo un niño mostrándome la yerba.
¿Y qué podía responderle yo? Porque tampoco yo sé decir. lo que es la yerba...
Pablo. - Porque tampoco yo sé decir lo que es la yerba... MARGA. - Tal vez es la bandera del amor, tejida con un verde de esperanza; quizá un regalo que alguien perfumó... PABLO. - ...Quizá un regalo que alguien perfumó... MARGA. - O tal vez un pañuelo para todos...
Los nos. - Que ha dejado caer sobre la tierra Dios". (Nueva pausa.)
MARGA. - ¿Lo has entendido ahora?
PABLO. - Ahora creo que sí. (Se levanta tomando el libro.) No era ningún imbécil el tipo éste, ¡eh! Habla de las cosas pequeñas como si fueran grandes; y además tiene el valor de la verdad.
MARGA. - ¿Por qué lo dices?
PABLO. - Porque yo conozco la yerba desde que nací; la he respirado toda mi vida, he llegado hasta morderla con mis dientes... y sin embargo, "tampoco yo sabría decir lo que es la yerba". (Hojea el libro como un horizonte desconocido.) ¿Es así todo el libro?
marga- Todo. La Tierra y el Hombre frente a frente. PABLO. - Estoy seguro de que a mi padre le hubiera gustado. ¿A ti también?
MARGA. - -Lo he leído cien veces. Es como un amigo. PABLO. - Entonces, ¿qué le vamos a hacer...? (Un poco como vencido.) Aprenderé a leer.
MARGA. - Gracias, Pablo.
PABLO. - ¡Un momento! ¿Este libro tiene mayúsculas?
Marga (sonríe). - Ninguna, estate tranquilo. Los poetas verdaderos no las necesitan.
PABLO. - Mejor. (Deja el libro en la mesa con respeto. Luego tiende una silla y cabalga sobre ella.)
MARGA. - ¿Sabes que estás adelantando mucho en poco tiempo?
PABLO. - ¿Por...?
MARGA. - Por la manera de sentarte. Todavía no es así, pero por lo menos ya es una silla... ¡Felicitaciones!
PABLO. - No te sonrías tanto, que la partida no ha terminado todavía. Te dejaré enseñarme a leer, pero de escribir ¡ni hablar!
MARGA. - ¿Por qué no?
Pablo. - ¿Podrías enseñarme este libro?
MARGA. - No, así seguro que no.
PABLO. - Y si no se escribe así, ¿vale la pena escribir?
MARGA. - Puede ser útil. Es una manera de hablarse la gente desde lejos. ¿Recuerdas lo que me dijiste antes? Si yo estuviera en aquella montaña me llamarías gritando: "¡Mar­gáaa!". Pero si estuviera veinte montañas más allá, ¿de qué te serviría gritar?
PABLO. - Iría a buscarte a caballo.
MARGA. - Y si en lugar de veinte montañas estuviera veinte países más allá, al otro lado del mar, ¿de qué te serviría el caballo?
PABLO (la mira inquieto). - ¿Qué quieres decir? ¿Es que piensas marcharte?
MARGA. - Hoy, quizá no; pero puede ser mañana. Algún día tendrá que ser.
PABLO (ronco). - Entonces, ¿por qué has venido? Si de marcharte es mejor ahora, ¡ahora mismo! MARGA. - Entiéndeme, Pablo, no se trata de eso. Te pregunto simplemente: si yo estuviera muy lejos y quisieras llamarme, serían inútiles el grito­ y  el caballo... Tendrías que escribirme, ¿no?
PABLO. - Contesta tú primero. Si estuvieras en el fin mundo y yo te escribiera llamándote, - ¿vendrías? MARGA. - ¡Quién puede saberlo!
PABLO. - Contesta, Marga. Vendrías, ¿sí o no?
MARGA (le mira largamente. Baja los ojos y la voz). Vendría.
PABLO. - Entonces, está bien: enséñame a escribir.
MARGA. - Gracias otra vez. ¿Quieres que empecemos ya?
PABLO (pasea agitado). - No; ahora, no. Son demasiadas cosas nuevas para un día solo.
MARGA. - ¿Prefieres que hablemos de las tuyas?
PABLO. - ¿Cuáles?
MARGA. - Tu vida en la montaña. .., tu padre...
PABLO. - Eso sí; de mi padre me estaría hablando toda la vida sin cansarme.
MARGA. - ¿Tanto le admirabas?
PABLO (vuelve a su lado). - Tendrías que haberle conocido. Alto, fuerte, hermoso, con la verdad siempre en la boca como la brasa de un cigarro. Cuando se lanzaba al galope, hasta los caballos más bravos le temblaban entre las espuelas. Pero después, junto al fuego, contaba historias prodigiosas, y me enseñaba el canto de los pájaros.
MARGA. - ¿Pero puede aprenderse el idioma de los pájaros?
Pablo - Es muy fácil: no tienen más que cuatro palabras; una para el peligro, otra para la comida, otra para desafiarse los machos y otra para llamar a la hembra. ¿Para qué quieren más?
MARGA. - ¿Y tu padre lo sabía?
Pablo. - ¡Mi padre lo sabía todo! Lo que no comprendo, ahora que te conozco, es por qué tenía tanto odio a las mujeres.
Marga. - ¿Nunca te habló de eso?
PABLO. - Nunca. A veces iban algunos -amigos a cazar con nosotros; entonces bebían vino y empezaban a hablar de mujeres... Pero en cuanto mi padre las oía nombrar soltaba una palabra dura y redonda como un puñetazo. Las tías dicen que es una palabra fea, que no se debe repetir. ¿La digo?
MARGA. - No, no hace falta; la imagino.
PABLO. - Después me hacía montar con él y galopábamos juntos horas y horas, como si llevara dentro una fuerza terrible que tuviera que derrochar. Hasta que se ponía el sol y caíamos rendidos en el pasto... ¿Cómo le llamaba ese poeta a la yerba?
MARGA. - El pañuelo de Dios.
PABLO. - Pues así—.         (Se tiende en el suelo.)       ... tumbados a escribir como el que hizo boca arriba en el pañuelo de Dios, viendo llegar la noche. Entonces mi padre me iba diciendo en voz alta los nombres de las estrellas: Aldebarán, la Perla, Andrómeda, las Tres Marías... De repente se le cortaba el aliento como si no pudiera seguir, y decía otro nombre, muy bajo, muy bajo: "Adelaida". (Se incorpora de pronto.) ¿Hay alguna estrella que se llame Adelaida?
Marga (conmovida; escondiendo el rostro). - No sé, Pablo, seguramente sí.
PABLO. - Entonces, si no es más que una, estrella, ¿por qué se le cortaba el aliento a mi padre cuando decía «Adelaida"? Tú, que has estudiado tanto, ¿no puedes contestarme eso?
MARGA. - No sé..., suelta.
PABLO (tomándola fuertemente de los brazos). - ¡No, así no! ¡De frente! (La obliga a mirar. Baja la voz.) Pero, ¿qué te pasa, Marga? Estás llorando... ¿Te he hecho yo algo malo?
MARGA. - Al contrario. (Se levanta ) Estaba pensando que la vida puede ser mucho más hermosa de lo que yo creía. Y que soy una pobre maestra bien estúpida, que he venido aquí pretendiendo enseñar... y que no sé ni curar a un cachorro, ni el lenguaje de los pájaros, ni los nombres de las estrellas.
PABLO. - ¡júrame que era eso sólo!
MARGA. - ¡Te lo juro! Y ahora, déjame Es mi primer día al aire libre y estoy aturdida de sol.
PABLO. - Demasiado calor, ¿verdad?  ¿Sabes nadar?
MARGA. - Apenas. ¿Por qué?
PABLO. - El río está a cinco minutos de aquí. ¿Vamos?
MARGA. - No, gracias. En primer lugar, el agua debe estar fría como un témpano.
PABLO. - Naturalmente. No pretenderás que yo me bañe en agua caliente como las tías. ¿Y en segundo lugar?
MARGA. - En segundo lugar, no he traído malla de baño.
Pablo. - ¿Para qué?'
MARGA. - Para vestirme. ¡No voy a bañarme desnuda!

PABLO. - Ah, pero tú, para meterte en el agua... ¿te vistes? No se me hubiera ocurrido nunca.
MARGA. - Es la costumbre de allá abajo..
PABLO. - ¿Y por qué no puedes bañarte desnuda? ¿No eres joven, sana, hermosa?...
MARGA. - Aunque así fuera. No es por mí; es por ti.
PABLO. - Ajá. ¿De manera que ahora resulta que el que sobra en el río soy yo?
MARGA. - Es otra cosa, que ya irás aprendiendo tú solo. Anda, ve Hasta luego, Pablo.
Se dirige a la casa. Se oye en las bardas de la izquierda el canto de un pájaro.
PABLO. - Espera. ¿Oyes?
MARGA (escucha un instante). - Maravilloso. ¿Un ruiseñor?
PABLO. - ¿Un ruiseñor? ¿Pero, qué demonios te han enseñado a ti en la Universidad? Es un jilguero.
MARGA. - ¿Y...?
PABLO. - ¿Sabes lo que está diciendo? Escucha.
MARGA (inquieta). -. No, por favor..., ¡no me digas que ese pájaro está hablando contigo, porque me caigo redonda aquí mismo!
PABLO. - Calla... (Escucha y comenta sorprendido.) No puede ser...
MARGA (mirando a uno y otro, sin voz,). - Pero tú lo en­tiendes... ¿de verdad?
PABLO. - Perfectamente. Lo que no comprendo es por qué. No es época todavía. (Calla el pájaro.) Y sin embargo, este calor de repente..., este aire cargado... (Se abre la camisa desasosegado. Respira hondo.) ¿A qué huele aquí?
MARGA. - No sé... Esas ramas, quizá.
PABLO (se acerca). - ¡Almendros en flor! (Radiante.) ¡Pero ese jilguero tenía razón! ¡Ya está aquí la primavera, Marga!
MARGA. - ¿La primavera, ya? (Retrocede inquieta.)
PABLO. - ¡Ahora comprendo este nudo en la garganta... y esa fuerza de los ojos!
MARGA. - ¿Qué ojos?
PABLO. - Los tuyos. Antes no quise decírtelo por orgullo,¿sabes? ¡Pero nunca había visto nada tan hermoso (Avanza fascinado y ronco.) ¡Déjame mirarlos más de cerca!
MARGA (refugiándose detrás de la mesa). - Gracias, Pablo; pero vete al río ahora mismo. ¡Un buen baño frío va a sentarte muy bien!
PABLO - No, ahora, ya no. ¡Si vamos al río será juntos! (Avanza resuelto.)
MARGA (casi en un grito). - ¡Por favor, Pablo, que aquí no estamos en el bosque!
Trata de huir hacia la casa. Él le cierra el paso, de un salto.
PABLO. - ¡Quieta!
!MARGA. - ¡No me obligues a gritar!
PABLO. - ¡Quieta, digo! (La estrecha violentamente tapándole la boca con la suya hasta dominarla. Después la aparta bruscamente.) Ahora grita si quieres. ¡Pero aprende que aquí el que manda es el hombre! (Tirando su chaquetón contra el suelo y empezando a arrancarse la camisa.) ¡En el río te espero!
Sale. Ella le sigue hasta el centro de la escena llevándose a la boca el dorso de la mano.
MARGA - ¡Bruto ..! ¡Bruto. ..! Salen las dos tías, aterradas.
MARGA, MATILDE, ANGELINA
ANGELINA. - No tiene nada que decirnos, señorita. Lo hemos visto todo.
MATILDE. - ¡El muy salvaje! ¡Atreverse a besarla a la fuerza!
MARGA (-sin volverse, mirando en la dirección del río). - No, a besar no ha aprendido todavía... ¡Me ha mordido!
MATILDE. -- ¿La ha mordido? ¡Ay, Dios mío de mi alma!... (Cae sin fuerzas en un sillón.) ¡Angelina...!
Angelina. - No me digas más. (Llama en voz alta.) ¡Eusebio; el equipaje de la señorita!
MARGA. - De ninguna manera. ¡Ahora es cuando me quedo!
MATILDE. - ¿No...?
MARGA - No sé si tendré algo que enseñar aquí... ¡pero tengo tanto que aprender! (Se oye otra vez el pájaro. MARGA se vuelve hacia él.)                Si, hijo, sí, ya sé ...               ¡La primavera!
.ANGELINA. - Pero, ¿con quién está hablando? Con el jilguero.
Se oye retumbar lejos el grito montaraz de PABLO. - ¡Margáaaa...!
MARGA radiante, alza la mano saludando y contesta en el tono.
MarGA - ¡Pa-blóooo.. .l
Se quita la chaquetilla de viaje, que tira al suelo como él, y sale corriendo hacia el río, El jilguero sigue cantando con toda la sorna jovial de esos pájaros campesinos, que han visto tanto.
Fragmento del libro La tercera palabra de Alejandro Casona.

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